Por Antonio Pamos de la Hoz,
Target es una enorme cadena de supermercados que se extiende por todo Estados Unidos. Tradicionalmente ha atraído a sus clientes por medio de cupones descuento de todo tipo. Lo que hacía esta compañía antaño era imprimir miles de libretas que se enviaban por correo para que el cliente eligiera el cupón que más se adecuaba a sus necesidades: comida, droguería, papelería, juguetes, etc.
Con la llegada de Internet y de los smartphones la compañía decidió ajustar mejor su oferta a las características del cliente. Así, por ejemplo, dejaron de enviar cupones de productos de belleza femenina a hombres, o de juguetes a clientes sin hijos. Para acertar con su oferta hicieron uso de los millones de datos de sus clientes que tenían almacenados y establecieron una serie de fórmulas matemáticas, algoritmos, que les guiarían en su política comercial.
La tecnología que consumimos hoy ha sido en su mayor parte diseñada por ingenieros bajo las directrices de inversores y otros visionarios de los negocios.
Este modelo de segmentación de clientes de Target, aparentemente inocuo, generó una importante controversia en Estados Unidos cuando el padre de una chica adolescente denunció a la compañía porque su hija no paraba de recibir cupones descuento para productos de bebés: pañales, cereales, sonajeros, etc. El padre de esta chica clamaba contra la compañía pues esta parecía empeñada en animar a su hija a ser madre.
El malentendido se aclaró cuando la hija reconoció que efectivamente estaba embarazada, su padre no sabía nada, pero Target sí. Los sistemas de análisis de datos habían concluido que existía un 81% de probabilidades de que esta joven estuviera en estado, todo ello porque había comprado crema antiestrías, complementos vitamínicos específicos del periodo de gestación y un sujetador especial. Es más, estimaron que saldría de cuentas a mediados de agosto.
Esta historia, cada vez menos sorprendente, ejemplifica muy bien el conflicto de intereses entre la parte más mecánica de la tecnología y la más humana. Por una parte, un sistema informático ágil y preciso que cumple con su cometido a la perfección y, por otra, personas usuarias que le dan un sentido.
El psicólogo norteamericano Steven Pinker dijo hace poco: “El progreso sin humanismo no es progreso”. Esta afirmación engloba con exactitud el motivo principal que me lleva a escribir este libro: reivindicar el lado humano de la tecnología.
La tecnología que consumimos hoy ha sido en su mayor parte diseñada por ingenieros bajo las directrices de inversores y otros visionarios de los negocios. Como hicieran los químicos que cargaban de azúcar un refresco nuevo para vender más, los desarrolladores de aplicaciones lanzan soluciones edulcoradas sin reparar en el impacto que puedan tener en cada una de las personas que las usen.
Muchos de los argumentos que esgrimen los enemigos de lo digital están bien fundamentados y no son producto de una ideología analógica retrógrada. La adicción al móvil, la frivolidad de Instagram, la comunicación insustancial, las fakes, la pérdida de privacidad, todos ellos son resultados indeseables del uso generalizado de unas tecnologías sobrevenidas, casi impuestas que no han ofrecido tregua para su adopción ordenada.
Desde que se formara nuestro planeta hace unos 4.500 millones de años, los cambios más importantes han ido ocurriendo cada vez en espacios más breves de tiempo. Por ejemplo, los primeros organismos unicelulares necesitaron 2.500 millones de años en transformarse en pluricelulares. Sin embargo, estos “sólo” necesitaron 1.000 millones de años para llegar a convertirse en peces y 500 millones para dar lugar a los primeros mamíferos. 100 millones de años después apareció el hombre sobre la tierra.
La aparición de los primeros homínidos hace unos 7 millones de años, ha seguido también esta ley no escrita de “cuanto antes, mejor”. La última transformación, hasta el momento, fue la llegada del Homo sapiens a Europa desde África, hace unos 50.000 años. A partir de ese momento nuestros directos antepasados desplegaron una potencia intelectual y unas habilidades sociales sin precedentes que lo han llevado a donde estamos, a la cumbre de la evolución.
Llegar a dominar el planeta en tan poco espacio de tiempo ha provocado consecuencias, pues el mundo animal no ha tenido la oportunidad de encontrar una ventaja evolutiva que le permitiera contrarrestar los embates de este nuevo depredador. La vertiginosa expansión del ser humano y sus máquinas han dado al traste con el equilibrio natural que podía existir antes de su irrupción. Todo ha sido muy rápido.
Esa misma incapacidad de adaptación del reino animal la padecemos ahora nosotros mismos con nuestros artefactos. Sirva este ejemplo extraído del libro de Thomas Friedman “Thank you for being late”. Este autor, columnista del New York Times, analiza los momentos más expansivos de la tecnología humana en el último siglo y encuentra un momento que destaca por encima de todos: el año 2007.
Por primera vez en la historia de la humanidad los avances tecnológicos van más deprisa que nuestra habilidad para adoptarlos.
Friedman considera que ese es el año en que todo cambió y la evolución tecnológica entró en una fase de aceleración hasta ahora desconocida. Estos son algunos de los acontecimientos que ocurrieron ese año y que han definido nuestra sociedad de hoy, pero con más profundidad la del futuro:
- Se presenta el primer smartphone: el Iphone de Apple.
- Facebook se hace global cuando sale de las universidades y los institutos.
- Se lanza Twitter.
- Se lanza el sistema operativo de Google, Android.
- Se presenta Airb’n’b
- YouTube comienza a incluir publicidad y por tanto a capitalizar su proyecto.
- Comienza la era de las Apps.
- Amazon comienza a ofrecer un servicio de almacenamiento en la nube.
- IBM lanza el proyecto Watson, su sistema de Inteligencia Artificial.
Todo este tsunami de innovaciones tiene un único destinatario, el ser humano. Nuestra capacidad de adaptación ha mejorado generación tras generación, cada vez necesitamos menos tiempo para adaptarnos a una novedad. Creaciones como la lavadora o la radio necesitaron décadas para formar parte de nuestra vida cotidiana. Hoy nos adaptamos más rápido, pero la velocidad a la que surgen los nuevos desarrollos es superior a nuestra habilidad para seguirlos.
Por primera vez en la historia de la humanidad los avances tecnológicos van más deprisa que nuestra habilidad para adoptarlos. Se ha creado una falla entre el hombre y la máquina que cada vez es más grande. Mientras nosotros discutimos si taxi o VTC, el coche autónomo ya circula en pruebas por multitud de lugares. Mientras se reivindican derechos laborales de los mensajeros, los robots van copando los puestos operativos de las fábricas. La tecnología nos ha adelantado por la derecha y cada vez vemos su espalda más alejada.
Reducir el espacio que se ha creado entre hombres y máquinas requiere una disposición especial y contar con unas habilidades que traigan coherencia entre lo que necesitamos y lo que nos ofrecen.
¿Se acuerda el lector hace unos años cuando compraba un electrodoméstico? ¿Aquel video VHS? Todos los aparatos venían con un cuaderno de instrucciones más o menos extenso donde se nos explicaba cómo funcionaba. Era el momento de sentarse en el sofá tras su compra y comenzar a explorar todo lo que se podía llegar a hacer con ese nuevo integrante de nuestro ajuar doméstico.
Hoy, ni los teléfonos más sofisticados, los que pasan de los 1.000 euros, llevan instrucciones. Uno compra el aparato y ahí se las apañe. La actitud digital permite obtener de manera intuitiva todo el partido de un dispositivo, desplegando habilidades de análisis, razonamiento, búsqueda o práctica. Nadie le va a enseñar a usar su nuevo Iphone, será usted quien deberá aprender a usarlo solo. En su defecto, manejarse bien en redes sociales para solicitar ayuda.
La actitud digital es, entre otras cosas, ser curioso, ser crítico con lo que leemos, saber gestionar nuestras emociones, ser capaz de planificar o de tomar decisiones en presencia de incertidumbre.